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Sin fecha de caducidad

Jorge Pech

Distopia es la divisa reiterada en la pintura de Sergio Garval a partir de 1996. Sus personajes protagonizan una tragicomedia en la que los símbolos del honor y la gloria son revertidos a blasones de catástrofe. Toda heráldica y toda ciencia emblemática hallan su contrapartida en los desolados paisajes de este pintor jalisciense, a quien le place retratar el apocalipsis con suntuosa prolijidad.

La obra de Garval transmite una sensación de milagrosa subsistencia en medio de una hecatombe. Testigo ante un desastre que se adivina inconmensurable, el pintor elige afrontar esa calamidad con talante que incorpora al luto una feroz sonrisa. En una época definida por el derrumbe de los prestigios, ¿qué defensa nos queda sino la risa del sobreviviente a una inexorable devastación? Carcajada dolida y sin fundamento, pero cuya carga energética supera el abandono del llanto o el desgarramiento del grito. Instalados en el ocaso, no vienen mal a nuestro claroscuro —cada vez más opaco— los fogonazos de una pintura luminosamente insatisfecha, como la de Sergio Garval.

La paradoja del arte de Garval destella al aplicar la técnica de la gran pintura a escenarios y temas abyectos. Un hallazgo tardío de la modernidad fue que la belleza será convulsiva o no será, en un medio asimismo convulso. A un recurso análogo se ciñen los artistas en tiempos de penuria: en el siglo XII, época de pestes, guerra y pavor sin fin, anónimos muralistas pintaron un Cristo pantocrátor en la catedral de Cefalú, Sicilia, que recuerda los retratos  de Van Gogh pintados siete siglos más tarde; Goya cauterizó sus Caprichos sobre metal en los años postrimeros del siglo XVIII, cuando España se desvanecía como imperio; cuando el siglo XIX estaba por concluir, Edvard Munch trazó con surcos como cicatrices los alaridos de una belle époque devastada por su propia jactancia; en los años de la primera guerra mundial, Otto Dix y George Grosz retrataron el colapso del imperio austrohúngaro; en la segunda mitad del siglo XX, Francis Bacon y Lucien Freud expusieron con su pintura las vísceras de la posmodernidad, troceado como en una carnicería el espíritu de la época…

Al parecer, el expresionismo se manifiesta en el arte durante épocas crepusculares. Si tal secuencia temporal es consecuente, no extraña que en el México de principios del siglo XXI un adalid del expresionismo pictórico y escultórico como Sergio Garval esté consolidando su propia, exultante vitalidad artística en medio del derrumbe de las utopías. Sus creaciones nos recuerdan que es necesario examinar la ruina moral con una mirada carente de indulgencia, para que el destello atroz de lo contemplado no nos deje ciegos.

La obra de Sergio Garval se solaza en ofrecernos imágenes de nítido, desnudo agotamiento, obsolescencia y menoscabo; su énfasis en lo precario prescinde de la usual prevención contra la caducidad de los contenidos. Sus escenas configuran una advertencia que no necesita fijar fechas de caducidad, pues enuncian desde ya lo caduco, presentan el frágil futuro del poder, de la avaricia, de la soberbia y la acumulación de lo fútil.

Por otra parte, hay un hálito de inmortalidad en las escenas crepusculares que Garval forja con pinceles o taja con escoplo. Lo consigue al recrear imborrables imágenes que la gran pintura estableció como admirables, si bien las pervierte y deturpa al reacomodarlas dentro de ese mundo infestado por usuarios terminales de sí mismos (como ha definido Peter Sloterdijk a los actuales consumidores extremos).

Salvador Elizondo, pintor decepcionado de sí mismo que se convirtió en un extraordinario escritor, acaso no hubiese desaprobado incluir a Sergio Garval en la tradición de la pintura de la luz. Por mi parte, si bien percibo que los procedimientos pictóricos y escultóricos de Sergio Garval derivan de fuentes diversas, me atrevo a proponer una vinculación de este artista jalisciense con dos pintores magistrales del expresionismo y el surrealismo mexicanos: Francisco Corzas y Alberto Gironella. Ambos recrearon modelos de la gran pintura europea para tergiversar y escarnecer a los personajes, en busca de una expresión ética y estética que sostiene su abrumadora seducción por mérito de sus propios hallazgos, pero también por la tradición que luminosamente mancillan para refrendarla. Me parece que a la obra de Garval en su conjunto la define también lo que Salvador Elizondo escribió sobre la pintura de Gironella: “ha elegido un nivel de fabulación histórica de tenebrosa ironía y de amor profundo a lo que constituye la materia manual de la pintura, consiguiendo con ello la parsimonia meditativa de esas organizaciones inquietantemente líricas.”

Por la manera en que manipula la materia pictórica sobre el lienzo, o por su violenta maestría para tallar la madera y aderezarla exquisitamente con chatarra, lo que fija en la memoria la destreza creativa de Sergio Garval no es tanto la visión de un apocalipsis ya palpable en ciertos territorios; primordialmente, el diálogo con las obras de este artista seduce al participante por su resolución poética ante el desastre, y por su capacidad para establecer en un tiempo de penuria una habitación propia, digna de alojar a una humanidad que no sabe cómo establecer —después de tantos milenios— su residencia en la tierra.

Oaxaca, Abril de 2014

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