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ÉXODO EN BÚSQUEDA DEL PARAÍSO.JPG

Historia de un paisaje

Santiago Espinosa de los Monteros

Aproximarnos a la obra de Sergio Garval es una acción que debemos llevar a cabo cuidadosamente. Siempre ha existido una suerte de cofradía, de grupo secreto que a lo largo de los siglos han sabido poner la mirada en los resquicios más íntimos de las sociedades en las que les ha tocado vivir. Y no necesariamente estos creadores trabajan de modo grupal; sería imposible juntar a Francisco de Goya con Otto Dix, a Robert Morris con Felicien Rops o con Max Klinger. Pero vistos a la distancia parecería que se conocieran y que hasta conversaron de vez en vez a través de su trabajo.

Y por ahí, a su manera y en su tiempo y con su mirada incisiva está Sergio Garval lanzando guiños en cada una de sus piezas, poniendo acentos donde ya quienes le precedieron lo hicieron hace cuatrocientos años; él también parecería heredero de ese lenguaje cero tolerancia que tanto nos atrae en su obra o nos aleja de ella; lo mismo da. Iguales no nos quedamos  después de ver su trabajo.

De eso va. Mirar su producción es no salir ileso. Ha crecido en nosotros la lista de preguntas detonada por una singular narrativa en la que ha ido horadando a lo largo de los años hasta tener un lenguaje propio y un código situacional claro en el que la representatividad de las cosas y los personajes, cargan ya los roles que Garval les ha asignado como si fuesen actores de un gran enorme teatro del absurdo y lo terrible. Vaya dimensión la de este escenario: es el teatro del mundo.

Desde su obra gráfica que precede a las telas, queda claro que son posibles las construcciones impecables de escenarios terribles. Con una técnica y un manejo destacado de la espacialidad se hace una apología de lo depauperado que incide, como un cuchillo entrando suavemente en una barra de mantequilla, en los diversos grupos sociales que conforman el conflictivo mosaico social contemporáneo.

Como apuntaba ya lo habían hecho muchos antes que él, es verdad. Hace más de doscientos cincuenta años Francisco de Goya (quien por cierto murió en 1828 a la rara edad de 82 años cuando la esperanza de vida en la época era de apenas 60…), se enfrentó con su lápiz, tintas, buril y placas a una sociedad, la española, que no andaba de buen talante ni daba señales de soportar ni la más benévola crítica a una realeza en decadencia ni cuestionamientos a los militares.

Goya supo navegar en esos dos mares. Por una parte tuvo la justa cercanía con las esferas del poder y al mismo tiempo ponía el ojo en las clases desprotegidas. Parecería, visto a la distancia y dicho de modo simplista, que por las mañanas hacía los retratos de la realeza española y por la tarde los del pueblo que la padecía.

Así, con ese mismo aliento es que veo mucha de la obra gráfica temprana de Sergio Garval. Un mundo agreste y visto sin contemplaciones que ahora habita los espacios de quienes miran a los actores desde la butaca. En esas piezas prestigiaba y otorgaba sitios preponderantes a personajes que apuradamente tenían resuelta la sobrevivencia. En una de las versiones sobre papel de El Origen del Río, hombres y mujeres a la deriva rayando en la miseria, llevando harapos o vestimentas raídas deambulan en coreografías extrañísimas e inexplicables pero, a la vez, perfectamente ordenadas.

Los orines de todos ellos se juntan y van confluyendo poco a poco hasta formar un río. Es como si esa colectividad danzando en círculos o persiguiéndose absurdamente no tuviese mayor misión en la vida que la de unir fluidos y desechos  con quienes, como ellos, están en la indigencia.  Y no hablo de pobreza. La peor miseria es la interior; por ello están ahí hombres y mujeres devaluados, casi monstruosos, figuras con trajes militares, sacerdotes de alto rango y todos capaces de convivir en un zoológico de representantes de lo que para Garval es, como lo fue en su momento para Goya, la escoria de una sociedad a la que había que desnudar; poner en evidencia de manera pronta y descarnada: mostrar en toda su crudeza sin la más mínima complacencia.

En La Línea, por ejemplo, existe una referencia importante a la película “Simón del desierto” (1965), de Luis Buñuel. La historia recrea la del anacoreta Simón nacido en el siglo IV cerca de Tarso, y quien pasó casi 40 años de su vida en lo alto de una columna en el desierto de Siria. Personificado por Claudio Brook, es tentado por el demonio (Silvia Pinal), quien intenta hacerle descender y arrastrarlo a los festejos mundanos. En ese entorno hay personajes que se entremezclan como en la obra de Garval; seres contrahechos, enanos, ancianas encorvadas quienes le amenazan desde su desnudez…

En su gráfica, un individuo en alto, subido en unas frágiles varas que pese a su debilidad le soportan, está rodeado de personajes quienes, como a Simón sobre su columna de 17 metros de alto, también le adoran y acosan, entre ellos la fauna de seres semidesnudos y deformes, mutilados, chuecos, personajes fantasmales, curas y enanos.

Otra referencia a Luis Buñuel en la obra de Sergio Garval es la pieza titulada Los olvidados. En esta gráfica un importante número de personas yace en el suelo, abatidas o dormidas. De la misma manera Buñuel también dejó ante el mundo una obra que mostraba a los avasallados por el subdesarrollo en un país como el México de mediados del siglo pasado. Y la alusión no queda sólo en lo referencial; algunos de los escampados y desolados espacios que Buñuel utiliza como escenarios para esta película estrenada en 1950, parecerían haber servido de inspiración a esta y otras obras gráficas de Garval.

En todo caso lo que hay aquí es un registro de la devastación. Cada uno de los escenarios que ha construido cuidadosamente parecería encerrar los peores momentos idealizados de las grandes catástrofes contemporáneas. Como observadores estamos situados en una zona aparentemente segura. Sin estar completamente a salvo, somos testigos de grandes olas a punto de reventar sobre nosotros o presenciamos a gente que hace equilibrio sobre una torre de maletas.

Estamos, como ellos, dentro del agua, sobre un carrito del supermercado, en el techo de los vestigios de un auto o en una isla de juguetes que conservan el color como único reducto de su vigencia para atraer a los niños ahora ausentes en este nuevo mundo alterado.

Las reglas del juego han cambiado y si bien es verdad que se encuentran ante nosotros los elementos que de sobra conocemos (y en ocasiones pretendemos dominar), ahora ellos tienen otra dinámica y se comportan de una manera novedosa. En el agua, las carrocerías de los autos no se hunden rápidamente y hasta es posible que sobre ellas viajen seres con maletas; el mobiliario o las maletas acomodados caprichosamente unos sobre otros son capaces de permanecer así hasta soportar a sus nuevos efímeros / eternos habitantes; grupos de colchones permanecen como balsas sobre las que se puede navegar a salvo. Es la lógica de lo visible al servicio de las reglas de lo inverosímil.

Una de las piezas fundacionales de toda esta serie es Días de compras. Se trata del inicio de una vasta producción de obra personal. Cuando Garval decide emprender este camino y abandonar una expresividad que ya era del gusto de su representante y de cierto coleccionismo que le demandaba una producción generosa, da la espalda a un lenguaje que ya le estaba quedando justo para dar salida a un nuevo discurso.

Días de compras es una pieza de composición circular. Este fue un trabajo lento, sin prisa y que hizo de manera simultánea a las que serían las últimas obras que contenían un lenguaje que estaba a punto de abandonar. Como si fuese un vaticinio de lo que se estaba preparando, en esta obra están ya los elementos que habitarían muchas de sus piezas posteriores: personajes grotescos y con las carnes flácidas, carritos del supermercado, estructuras frágiles que situaban a los personajes en alto, un paisaje devastado e inquietante en su silenciosa mortandad y una vaca, quizá una extraña manera de despedirse de una fauna que no aparecería nunca más en su trabajo.

Algunas aproximaciones a los cuerpos ya habían sido hechas sobre esta plataforma. Historias de mesa I, del 2004, nos deja ver a cinco mujeres vulnerables y empequeñecidas con respecto a los objetos que les rodean. Quizá una pieza de referencia importante aunque alejada del lenguaje que otras de producción más reciente contienen, en ella encontramos que la desproporcionada pequeñez de este grupo contrasta con la monumentalidad de objetos como el plato en el que caminan y alimentos que están sobre una mesa de dimensiones descomunales.

Atrapadas, estas mujeres son amenazadas por un tenedor que apunta hacia dentro del recipiente que, como si fuesen un bocadillo, las contiene cautivas y a disposición de algún comensal. Más que un tema de género, como equivocadamente se le ha percibido, Garval pretendía simplemente contrastar el intenso colorido de los objetos con el casi monocromático de los cuerpos de estas mujeres.

Años después, en 2009, volvería al mismo tema. La pieza Historias de mesa III aunque de menor formato, es nuevamente una sublimación de los colores y las texturas que dejan ver a un pintor que, al menos en esta pieza, parecería haberse obsesionado con la perfección y la inmediata recreación de una realidad que puede verse expandida en todo su esplendor en el tenedor, sección del cuadro que ha sido hecha con un voluntarioso cuidado.

También aquí confluyen algunas de sus obsesiones; la comida, los colores, la vulnerabilidad del ser humano representada esta vez por una mujer quien está parada sobre una rebanada de pastel rebosante de mermelada y hablando por teléfono. Esta situación se une con la de otra pieza titulada La llamada. Existe aquí un guiño con Mark Tansey donde todo está conectado, donde nada es accidental y el tiempo parecería una complicada red de casualidades en la que eventualmente alguien está haciendo esperar a otro, ahí, en la línea, y ese otro podría ser ahora el público, el pintor e incluso los personajes que aparecen en sus cuadros.

Una obra de especial representatividad de este autor nacido en San José, California, en 1949, es indudablemente la que pertenece a la serie de  “Four Forbidden Senses (Taste. Sound. Smell. Touch.)” En ella, un auto visto desde la parte inferior, es el dominante trasfondo de una pieza de inquietante quietud; aparentemente, el vehículo se encuentra suspendido en el aire. Evidentemente está en proceso una aparatosa volcadura de la que el espectador seguramente no saldrá bien librado. Entre el auto y el hombre que le mira de espaldas a nosotros sólo media una señal cuya forma delata las ya muy conocidas con la leyenda STOP, misma que seguramente será en unas fracciones de segundo sólo hierro retorcido y una señal más en desuso. El hombre ocupará pronto una morgue o, en el mejor de los casos, durante largos meses la sala de terapia intensiva.

Esta simultaneidad de hechos es a la que se refiere Sergio Garval en su trabajo. Habitado como Tansey de la vena de la finitud irreversible y sólo manipulable desde la representatividad de la pintura, lleva a sus personajes a vivir en situaciones extremas de las que, al momento de ser constatados por su ojo y su paleta, han salido bien librados. Una vez que demos la espalda a las piezas la tragedia puede (idílicamente), presentarse y continuar su labor devastadora: hundir autos, ahogar colchones, devorar a los personajes. Y más: abrir las maletas de los viajeros y develar en el corazón de los mares sus secretos íntimos.

Pero no es así. Ellos permanecen en sus puestos convertidos en extrañas señales que nos aseguran que ya todo ha cambiado. Nada es ya lo mismo. “El porvenir ya no es como era antes” nos dice Paul Valéry y aquí está una irrefutable, fatídica e irreversible prueba de que ya es otro mundo el que se habita, con otras reglas y otra dinámica, con otras estrategias y un empeño indudable de enfrentar los desapegos al momento en el que esto sucede.

 

El humo y la inútil maquinaria detrás de la mujer cargando sus macetas en “La Corporación” sea quizá la prueba más fehaciente del caos que ha llegado como la soledad; ahora ella es la huésped de los espacios vacíos. Es la infraestructura que nos está devorando. Sergio Garval se refiere específicamente al tema petrolero. De ahí el absurdo de sembrar en macetas sólo como para completar un cuadro escenográficamente compuesto; actuar en tanto se ha puesto de pie sobre los restos de un auto cargando una planta. La escenografía de las macetas y el acto de cargarlas tiene un significado: se hace para la foto.

Ninguno de estos seres pide ayuda. No son los náufragos cinematográficos ataviados con un improvisado pañuelo blanco ni las fogatas están ahí para llamar la atención de aeronaves cargadas de rescatistas. Ya no hay nadie en el cielo para salvarlos y ellos lo saben. Tampoco hay cuerpos flotando boca abajo en el agua. Es una nueva estirpe de seres semidesnudos que nada piden sino ser vistos, que de nada requieren para vivir sino de nuestra mirada; que nada nos deben ya porque están pagando, curas, militares, usureros y dictadores el precio de sus palabras ahora ausentes y apenas evocadas por sus presencias depauperadas.

Las columnas de muebles y de maletas se han convertido ahora en unas torres utópicas que, además de poseer una intensa carga compositiva de la que Garval se vale para solucionar espacialmente sus piezas, evocan las acumulaciones de objetos cargados de historias que, de acuerdo a su ubicación dentro de ese espacio asignado, tienen diferentes significados, al igual que los enormes tótems canadienses, columnas de enorme significación ritual y en las que el orden de cada una de las deidades está dado por su jerarquía en el escalafón de la creencia que representa.

Por una parte, las maletas son todo aquello que se posee, lo que se tiene para el viaje. En ellas puede ir todo y contenidas en el mismo veliz encontraremos a la intimidad con la memoria, las ropas para vestirse y los libros, lo inolvidable y lo prescindible. Todo junto hace un cuerpo de objetos que apilados en su inestabilidad estructural desafían las reglas de la gravedad y la lógica. No importa, ellas no existen más en la obra de Sergio Garval.

 

Por ello los muebles que han recibido un tratamiento muy similar al de los velices respecto de su composición estructural dentro de la obra, han sido ubicados también de manera absurda al grado que nos recuerdan actos circenses en los que los actores desarrollan su espectáculo. A diferencia de las maletas, los muebles son aquello que representó el espacio habitable, lo contenido en una casa que es ahora el contenedor ya inexistente de nuestra cotidianeidad. Si los velices guardan nuestra historia, los muebles conservan nuestras referencias familiares.

 

Como toda historia, su carga toca a quienes les utilizaron, sin embargo, cobran vigencia al volverse soporte de estos nuevos equilibristas contemporáneos que les revalidan con este acto, o incluso, quienes les siguen usando para navegar en otros territorios ahora develados, como la mujer que provocativamente cabalga sobre el respaldo en forma de corazón de una silla, retando con su mirada a un espectador que le observa mientras ella se da placer en una situación adversa, como si esa fuese su última oportunidad de explorar su cuerpo montando a pelo el mueble de una casa que no existe más.

Lo mismo da quién sea esta mujer, como tampoco importan quienes están recogiendo muñecos de plástico y peluche esparcidos por el suelo. Estos son pepenadores que recogen referencias de infancia como si recogiesen en ellas las irrecuperables memorias de un mundo que ya no es más como el que les vio en su niñez. Exentas de cargas simbólicas, estas criaturas escapan de las prototípicas representaciones de personajes a quienes de sobra conocemos y de quienes esperamos cierto tipo de comportamiento o de significación dentro de las escenas. No está Donald el pato, ni Mickey Mouse, Pluto o cualquiera de los super héroes. Ellos, como quienes habitan la obra de Sergio Garval, son también anónimas criaturas dispuestas a contarnos esta vez una historia diferente.

 

En “Añoranzas de un dictador”, por ejemplo, aunque el título nos refiere a mandatarios que se han eternizado en el poder o que simplemente han abusado de él desde sus puestos de mando, ninguno de ellos es explícitamente reconocible. Está Hitler sin serlo; Franco sin serlo; Mussolini sin que se le parezca y Napoleón con su banda cruzándole el pecho a quien le descubrimos en una inquietante imagen de un hombre montado al revés en su caballo.

 

Una importante referencia a esta pieza es la monumental caja de luz dividida en dos secciones de Rodney Graham (Canadá, 1949). La obra lleva por título “Allegory of folly: study for an equestrian monument in the form of a wind vane” (Alegoría de la locura: estudio para un monumento ecuestre en forma de veleta”) del 2005, y refiere a un hombre montando y embebido en su lectura mientras el equino le lleva en sentido opuesto a donde el cuerpo del jinete apunta.

 

Años antes y quizá a manera de boceto, Garval había hecho una espléndida obra gráfica con el mismo título y vaticinaba en ella el cuadro que pintaría años después. En esta pieza sobre papel, el hombre sobre el caballo está colocado también en la parte derecha superior de la composición, el animal está inquietantemente mutilado tal y como el maniquí de Graham que carece de patas y tiene una articulación mecánica en el cuello.

 

En “La lista de Eva (Días de guardar III)”, “El mundo de Caín II” y “Sanctasanctórum” hay importantes referencias a la pintura religiosa. Quizá la más directa es el San Sebastián al que una mujer le lanza fuego con inquietante impavidez. Se trata a todas luces de la desacralización de la obra en los grandes recintos museísticos y religiosos y su evidente destronamiento como obra intocable y referencial. Y aquí sí hay claramente un comentario de género al proponer el rompimiento con la sumisión a los cánones establecidos del arte decimonónico.

 

El San Sebastián herido es vuelto a torturar, esta vez con lumbre ?con un fuego que si es verdad que purifica, también destruye?. Los personajes en los cuadros son idealizados. No así las referencias escogidas, tal es el caso del “San Sebastián” de Guido Reni (1575 – 1642) pintado en 1610 que vemos en “Sanctasanctórum”. Le flanquean a su derecha un “San Sebastián” de José de Ribera al que una mujer está a punto de acercar el lanzallamas ya encendido, y otro “San Sebastián” del lado izquierdo de la composición.

 

En “El mundo de Caín II” una representación de María Magdalena es balaceada a corta distancia por una mujer mientras que otra quien le acompaña mira en una lista lo que podría ser la relación de obras a las que dispararán. Las demás piezas en esa extraña habitación tienen más el perfil de retratos de mujeres de sociedad, quizá las mariasmagdalenas contemporáneas a las que Garval ha puesto en la línea de espera de una suerte de paredón simbólico.

 

Sólo en “Painting”, del 2008, una enorme pieza de corte conservador que representa a un personaje en oración, es mantenida a salvo del agua gracias a los empeños de un solitario navegante que la sostiene como si la mostrase al público. En estos casos en los que las obras son alteradas con fuego, balas o simplemente sostenidas sobre chatarra, Sergio Garval hace un importante comentario sobre el tema de las acciones, es decir del performance o happening, una de sus variantes. Se trata de constatar esta disciplina desde la pintura, no con la inmediatez de la foto o el video, sino desde la plataforma de un medio de expresión de creación dilatada, en el que se produce a un ritmo sustancialmente más lento.

 

Sin poder olvidar a los instaladores que prenden fuego a elementos con determinada carga simbólica, Garval hace aquí un coqueteo con aquellos creadores visuales cuyo desarrollo se da escenográfica y espacialmente. Tal es el caso de Cristina Lucas (Jaén, España, 1973), con su pieza “Habla” (2008), que consiste en un video de siete minutos en el que ella se aproxima a la reproducción de una escultura tamaño real del Moisés de Miguel Ángel al que repetidamente propina tremendos golpes con un marro hasta que le decapita
y altera diferentes partes del cuerpo.

 

Tampoco le son ajenas a Sergio Garval las instalaciones de video. Las piezas “Resurrección mediática”, “Los hijos de Caín” y “El mundo de Caín II” tienen como personajes principales a monitores televisivos. Quizá el de mayor impacto sea “Resurrección…” en tanto que a partir de las imágenes multirreproducidas de la mano en cada uno de los monitores, nos damos cuenta que, como en las grandes cadenas noticiosas, se dejan de lado partes de relevancia y se constata sólo lo aparentemente mediático, en este caso la mano que se levanta. Asistimos a la multiplicación no de los panes y los peces, pero sí de las imágenes que se han convertido en ese otro alimento al que Garval hace referencia.

 

Se da un contraste entre la frialdad del medio televisivo y sus soportes mecánicos contra la calidez de un cuerpo yaciente que lucha por reincorporarse. Una mujer recargada graciosamente en la orilla del muro parecería estar lista para reportear la noticia. Equipada con un discreto micrófono y una camisa abierta enfrenta a una cámara que por su tratamiento pictórico se convierte, de inmediato, en el objeto más atractivo de esta pintura. En “El mundo de Caín II” los más de veinte monitores poseen lenguajes diversos. Mientras en unos hay paisajes idílicos en otros está una escena bélica. La composición es presidida por la pintura que refiere a Santa Agata de acuerdo al original de Francesco Guarino (1611 – 1654) y por una mujer rubia que se ha hecho de algún juguete. Ahora las televisiones representan el insaciable deseo de poseer y capturar las imágenes.

 

Por extraño que parezca, los personajes que habitan la obra de Sergio Garval parecerían tener una actitud de paciente resignación ante lo inevitable. Llama la atención el que quizá sea el único ser humano que reacciona ante un entorno que les adverso; me refiero al hombre de camisa roja parado sobre el techo de una camioneta pick up en “La Ola” (2008), quien curvea su cuerpo y levanta su mano para amortiguar el golpe de agua que le llegará irremediablemente en un par de segundos más.

 

Y para que no quede deuda que la naturaleza siempre retoma sus espacios están las dos piezas que llevan por título “Ofelia” (2006 y 2009 respectivamente), en las que extrañamente Garval ha permitido lo que en otras de sus piezas hubiera sido impensable: los autos están hundiéndose, en camino directo al fondo del mar mientras una mujer (Ofelia), empequeñecida por la vastedad del agua, flota sin asidero mientras intenta ponerse a salvo en una situación a todas luces límite.

 

Ella por lo menos tiene al mar como referencia, no así quienes habitan la serie de Atmósfera Cero en piezas como “El festín”, “Welcome”, “Sonidos”, y “Tiempo de Vigilia” en donde el ciclorama blanco que les circunda se convierte, literalmente, en la nada dentro de la que deben interactuar personas comiendo o simplemente mirándose entre sí. Las mujeres de las dos piezas que llevan por nombre “El espejo”, ambas de 2008, están asidas a su propio reflejo, como si aferrándose de su imagen se fueran a salvar. Están sujetas sólo a aquello que las representa, a la idea de sí mismas, idealizadas figuras ficticias que morirán solidarias en el mismo, exacto instante en el que mueran quienes les sujetan.

 

En suma, la obra de Sergio Garval tiene la cualidad de tocar los espacios vetados de la sociedad. Los personajes que habitan su trabajo nacieron en un mundo muy diferente al que hoy habitan. Como seres mutantes de espacios ahora depauperados, cada uno de ellos sabe a la perfección el papel que debe desempeñar en este nuevo mundo extraño en el que ahora existen.

 

Llenos aún de vitalidad y preparados para ser una parte armónica del paisaje, encontramos que ninguno de ellos está agonizante. Si acaso sus cuerpos y vestimentas delatan una extraña depauperación que se separa de su ánimo protagónico. En cada escena, en cada caso, todos quienes aparecen en estas obras juegan un claro papel para el que parecería que han ensayado por años.

 

La pintura de Garval explora los espacios compositivos que parecerán presentar poco riesgo a un creador visual, sin embargo las estructuras que sostienen cada una de las piezas son complicadas tramas que dan al espectador una amplia gama de opciones de aproximación a la obra pictórica.

 

Grupos de objetos reunidos de maneras inverosímiles van creando estructuras compositivas que sirven de pedestales y entorno a los cuerpos humanos. Los colchones ahora ya no son para navegar por la noche ni para hacer el amor.

 

Los sillones y sofás se han separado de su vocación original. Los autos son ahora extrañas naves que flotan. Así como ellos nos atraparon por tantas noches, ahora ellos son los cautivos del agua, de la inundación, del mar que se sueña, de la humedad que sale de nuestro cuerpo. Ficticio sueño húmedo; los colchones son atrapados por aquello que generaron…

 

Las pinturas tienen aquí un balance de enorme ortodoxia, aunque en el fondo cada una de ellas aniquile de manera brutal y de una vez por todas a obras de corte conservador. Personajes que lanzan llamas como si fueran émulos de las ciudades devastadas que habitan el paisaje. Los lanzafuegos ahora son seres que llevan, que son ellos mismos las ciudades de las que han sido expulsados. Como las urbes extintas, ellos agonizan en cada bocanada. Aliento de llamas ya no para ganarse unos pesos en el crucero del semáforo, sino para ayudar a la extinción de lo que ya irremediablemente se consume…

 

¿Qué parte de esta historia no ha sido ya contada con generosa amplitud? Quizá la única sea aquella en la que nos descubrimos sólo como espectadores de aquello que fue. Al mirarlo, estamos claros que ser testigos es también ser activistas en este nuevo mundo extraño que nos propone Sergio Garval. Ya andaremos esos campos arrasados; veremos extinguirse las hogueras. Ya pronto también una enorme ola dará cuenta de nosotros, como lo hemos hecho de nuestros mares. Entre tanto miremos silenciosos, si es que podemos, a dos viajeros colosales que emprenden el viaje trepados en los vestigios de sus autos, de sus ciudades, de sus mares; de su historia.

 

Ciudad de México, junio 2011

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