Sergio Garval; para ver sin perdonar
Santiago Espinosa de los Monteros
Una de las primeras cosas que llegan hasta nosotros, de manera brutal y sin concesiones, es el trazo enérgico de la pintura de Sergio Garval. Este carácter recio con el que aborda no sólo a quienes habitan en su pintura sino las situaciones en la que se devienen las más crudas escenas, le hacen ser uno de los creadores actuales más llamativos en cuanto a su mirada descarnada a una sociedad que no tolera más los beneplácitos ramplones.
Ganador recientemente del la Bienal Nacional de Gráfica y Dibujo Diego Rivera y seleccionado en la última versión de la Bienal Rufino Tamayo, ambos sucesos en 2004, Sergio Garval ha ocupado en muy poco tiempo la atención de un público aparentemente cansado de enfrentarse cíclicamente a trabajos que mueren después de la primera mirada.
Una estructura interna nos delata un autor consecuente con su temática. De la misma manera en la que su trabajo no deja espacio para la complacencia, tampoco lo dejan los asuntos que aborda.
Garval lanza su mirada a un mundo en el que había salones de belleza, antes de que aparecieran las estéticas (¿qué dirían Hegel y Kant en un recorrido urbano que incluyera esas sorpresas?...) y las relamidas salas de espera “lounge”, de los Spá a los que se llega a perder el tiempo, —invertirlo en uno dicen que no es perderlo, pero ¿y pagar por ello?—. Sillas de peluquería antigua, carritos de supermercado, bases para sostener objetos, esas son las referencias que este autor utiliza como puede verse en el corpus de su trabajo, y que aunque no se encuentran desprovistas de una temporalidad absoluta, sí están fechadas en los objetos y las cosas que nos refieren de manera directa e indudable a las significaciones que poseen esas cosas.
Las mujeres que en su desnudez nos recuerdan a las que José Clemente Orozco miró en los burdeles y en las fiestas de los ricachones, habitan ahora los baños que con tanta insistencia se reconstruían por los pintores viajeros de hace dos siglos que tocaban Marruecos, que se asomaban a la Italia clandestina de preguerra. Y también está Goya, con su mirada descarnada, potente, de una realidad que hay que ver sin afeites ni perfumes… Ahí están las mujeres de cuerpos reales, pero en carritos del supermercado como esos, justamente, en los que se pone la mercancía.
Habitación con Bañista es la recia presencia de un personaje de edad indefinida, de sexo indefinido, pero de soledad evidente. Su pequeñez acentuada en la inmensidad de un espacio nos ubica en la posición de quienes miramos una escena y nos encontramos impedidos para hacer nada, para acceder a ella, para intervenir con quien miramos. Estamos condenados a ver, sólo ver…
En Historias de Mesa vemos cómo unas mujeres diminutas habitan un plato con un tenedor cerca de ellas; ¿serán pronto engullidas? ¿son el platillo? Cosificarlas, ahora como alimento, es también tomar una distancia respecto de la presencia de la mujer en la cotidianeidad pero sobre todo en su cercanía con el rol ocupacional que prototípica y socialmente se les asigna, que es la de preparar los alimentos para la familia, no importa que, a la vuelta de los años y que por esa y otras actividades más igualmente enclaustradotas, ellas mismas sean el platillo a consumir.
En Muñecas, las mujeres sostienen cada una extremidades de juguetes antropomorfos a los que en ocasiones parece que desean reunir, otras veces agresivamente desmembrar de modo irreversible. ¿Son los hijos? Esta reunión de mujeres ¿está ahí para escenificar una burda alegoría del aborto en el mejor estilo Pro Vida?
La escena de Perros Calientes es quizá una de las más violentas en cuanto al tratamiento que Garval da a la colectividad que comparte una circunstancia. Sangre al centro de un redondel, personajes desbocadamente irracionales en sus actividades, un hombre devora algo mientras que otros comienzan a quitarse la ropa.
Tiempo de Compras es también una de las obras capitales en cuanto al tratamiento de una figura desgarradoramente presente ante nosotros y en circunstancias que implican adversidad. Una persona de pie sobre un carrito de supermercado, en frágil equilibrio, portando una bata de hospital y lanzando una mirada de abierta confrontación, inquieta no sólo por el entorno sino por una presencia que resume la fuerza y condición de muchos de los personajes de su trabajo.
Sin duda uno de los aportes más importantes es su cruda mirada hacia representantes de la iglesia católica. Se trata de prelados en situaciones adversas, rota por completo la acartonada manera en la que suelen ser tratados por los medios de difusión y muy lejana al respeto que muchas veces sin merecer solicitan. Ya lo hemos visto, son protagonistas con frecuencia de escándalos oscurantistas, nexos con las mafias, defensores de las causas más incoherentes (la prohibición sistemática en el uso del condón sería quizá un botón de muestra), y pedofilia amplia y profusamente documentada, aunque de igual manera perdonada en el manto púrpura de una estructura eclesiástica que se niega a someterse a las leyes y adaptarse a la contemporaneidad.
Un Día como Cualquiera es igualmente revelador de una violencia exacerbada en la que, de paso, también personajes vestidos con los ropajes de los jerarcas eclesiásticos (los “Macarras de la moral”, les dice Juan Manuel Serrat), interactúan con otros seres cuyo sufrimiento es brutal; mutilados sus cuerpos, derribados y rodeados de la frase patibularia: UN DÍA COMO CUALQUIERA que a manera de corral los deja presos en una cotidianeidad sin remedio.
Una de las piezas capitales de esta muestra es indudablemente Añoranzas de un Dictador. No sólo por los tiempos que corren, ni porque este haya sido un tema que cíclicamente se aborda cuando brotan en todo el mundo quienes se abrogan el derecho de mandar a su antojo sin atender a los gobernados o a quienes les representan, sino por la impecable estructura compositiva y referencias decimonónicas que, no obstante su distancia en tiempo, continúan vigentes y plenas de significados que delatan de manera clara el “quién es quién” dentro de una disposición dictatorial: los militares, la iglesia representada por un obispo que, con su nariz enrojecida, se cae de borracho, un pueblo desnudo y la beatería hincada que mira con embeleso y sin preocupación cómo un jinete se ha montado al revés en un caballo acéfalo (¿o será sólo que no se le ve la cabeza?), mientras otro personaje, seguramente enemigo político del que ahora ostenta el mando, permanece sentado, con una banda patriótica cruzándole el pecho, pero esta vez desprovisto de su investidura, desnudo y con la cabeza y cara cubiertas con una capucha, similar sin duda a aquellas que tanto se usan no sólo en las dictaduras sino en los regímenes fingidamente democráticos que ejercen la violencia subterránea para la preservación del frágil estado de derecho.
Sergio Garval es uno de los creadores que ha preferido poner las cosas en claro a partir de su obra y sin dar tregua a quienes quisieran leer en su trabajo bidimensional sólo esa parte de la historia en la que se nos refieren artificiosas situaciones idílicas, lejanísimas de la realidad. Sin ser documento, nos informa, y sin ser sólo alegoría nos ilustra y refiere. Leamos con cuidado, hay que tener claro que la hostilidad puede tener muchas facetas. Una de ellas es esta maravillosa y perversa posibilidad de convivencia con obras que nacen de una personal y honesta confidencia; declaración de principios: delación fundamental de un mundo que a veces queremos desatender.